lunes, 15 de septiembre de 2014

Quimerus contra los funcionarios públicos

Esta mañana, me he despertado al alba. Normalmente no suelo levantarme tan temprano a pesar de que contemplar el amanecer siempre me ha resultado un grato espectáculo , sólo superable por su semejante (el atardecer).

El motivo por el cual me he visto a cambiar mi horario de pernoctación es porque tenía que atender un asunto legal: la entrega de mi solicitud de matriculación en la Escuela Oficial de Idiomas de mi ciudad. No es la primera vez que lo hago, siempre que este día llega madrugo, pues siempre hay fila para esperar a entrar y era un asunto que necesitaba atender lo más brevemente posible y así regresar a quehaceres más afines a mi gusto antes de volver a la vida activa que sucede tras mi merecido y reconfortante verano .

Tras realizar actividades rutinarias tales como el desayuno, hacer la cama y asearme (actividades que rara vez recuerdo, pues las realizo de forma automatizada mientras hundo mi consciencia en pensamientos más abstractos y profundos, además de que dichas actividades me son harto mundanas) cojo la matrícula y su duplicado correspondiente para marchar a entregarlo en la escuela y subo al transporte que me llevará a la susodicha escuela.

Tras tener un placentero viaje gracias a que era temprano y había pocos vehículos en carretera, llegué a mi destino, la ciudad.
Bajé de él y empecé a caminar por las calles, unas calles que olían a ese frescor matinal que prosigue a una noche cálida y suave. Reinaba el silencio sólo roto rítmicamente por mis pisadas tras el pedregoso suelo.

Caminando absorto (cómo no) en mis reflexiones, topé con una anaranjada construcción de apariencia sólida y resistente, toda rodeada por un recinto amurallado (lo cual me hizo recordar en esos monasterios del Románico que más se asemejaban a pequeñas fortalezas. Tras los muros observaba que se alzaban dos largos y estrechos postes de pulido hierro ondeando uno la bandera de una nación a la que sentía un cariño escaso y otro con la bandera de una Comunidad Autónoma por la cual no sé si llegué a sentir algo por ella ( y que probablemente nunca sienta). Pero si algo me llamó la atención fue lo que hallé frente al portón de acceso: una longitudinaria multitud que contrastaba con el vacío callejero del que había salido.

Diablos, este año las plazas han estado muy solicitadas.

Saliendo de mi sorpresa me dirigí hacia la cola, situándome cerca de un menudo individuo vestido con unas gafas de sol (lo cual me extrañó, pues el día se estaba poniendo nublado y apenas había sol a estas horas) y enorme chaqueta, el cual ingeniosamente había traído un pequeño taburete portátil y parecía estar leyéndose un tomo sobre historia de Europa (exáctamente tomo 3, el antiguo Imperio Romano).

-Buenos días- Me saluda fervientemente el chaqueteado individuo-  tome sitio, esto va para rato.

Como respuesta ante su saludo, le pregunté:
-Digame, la hora de atención era a las nueve de la mañana ¿verdad?

-Efectivamente, a esa hora abrirán el portón- me contesta el individuo, para después sumirse silenciosamente en su histórica lectura.

Me quedé de pie, organizando ideas mientras más personas se sumaban a la fila. El tiempo avanzaba, suenan nueve campanadas a lo lejos, pero el portón no parecía mostrar signo alguno de moverse.

-Cómo no, ya se están retrasando de nuevo, esto va para rato...- murmuró , de forma reprochada, el individuo. Se colocó sus gafas de sol, suspiró y pasó página en su Romana lectura en lo que parecía el final del capítulo de los reyes etruscos.

El tiempo, cual cuerpo en movimiento imparable, siguió avanzando a mi alrededor, y con ello comenzó a llegar más gente. Miré al cielo, y través de las grisáceas nubes ví avanzar el sol hasta ponerse en lo más alto, indicando de forma inexacta la llegada del mediodía.

La gente se impacientaba, y comenzaba a abandonar la cola, incluso el menudo individuo que en aquel momento estaba leyendo el tomo séptimo (las conquistas de Napoleón) recogió su taburete y se marchó susurrando :
-Otro día sera... 

Y sin darme cuenta, me había quedado solo ante el inamovible portón. Sintiéndome  indignado, me acerqué y grité lo más alto posible:

-¡Oigan, tengo que entregar mi solicitud de matrícula! ¡Abran de una maldita vez!

Tal vez empleé un tono un tanto furibundo, y por ello sentí al otro lado del portón un sollozo, un estremecimiento.

Podría haber preguntado quién era, por qué no me abría, por qué estabá ahí sin responder.

Pero decidí tomar otra iniciativa...

Comencé a embestir el portón, con fuerza. Sentí como un repiqueteo golpeaba ascendiendo el portón, como si alguien lo trepase (aunque ahora que pienso, es más probable que se tratara de una pequeña escalera de mano situada en el portón).

-¡Alto, no puedes derribar el portón!

Miré arriba, y observé una cara abotargada y sudorosa, resollando de esfuerzo. La imagen del rostro asomando por encima del portón me recordó mucho a los vigías que se apostaban tras las murallas en tiempos del feudalismo.

Pero a modo de respuesta, le dirigí una mirada de desprecio, e insistí en mi intento de derribar el dichoso portón.

-¡Alarma, alarma!¡Intruso en el acceso exterior!- bramó el extraño vigilante.

El rostro desapareció tras el portón; mientras seguía con mis embestidas, empecé a oir cómo las bisagras empezaban a chirriar.

-¡Rápido rápido! ¡Traed el caldero!

Entonces, me llegó un olor, un aroma pútrido, espeso, similar al del agua cálida y estancada de las cloacas, pero sobre todo fuerte, fétido.Volví a oir el repiqueteo sobre el portón,esta vez más rápido y numeroso.

 -¡Derramadlo!

Y ví cómo se asomaba por encima del portón lo que parecía una humeante marmita vertiendo sobre mí un negruzco líquido. Por suerte para mí, pude esquivarlo. El líquido se derramó por todo el suelo frente al portón, burbujeante y apestando amargamente a... ¡café, sució y asqueroso café!

Mi cuerpo imbuía un calor, el calor del odio y el rencor. Rugí al oscuro cielo un cavernario grito de rabia, para luego arremeter contra el portón.

Tal fue el choque que las bisagras cedieron como si de papel fueran. El portón entonces de forma suave pero energética se desplomó haciendo temblar el suelo, no sin antes oir el crujido de huesos triturados desgarrando carne.

Tenía ante mí la Escuela Oficial de Idiomas, que se había convertido en mi toma de la Bastilla particular. Tras las murallas pude contemplar su imponente figura  recalcada además con las torres y las banderas ondeando en lo más alto, y me fijé en un balcón tras las banderas: una extraña figura me observaba nerviosamente para retroceder y ocultarse dentro de la escuela.

Era El Director, y sabía que no me marcharía hasta que lograra lo que quería: certificar mi solicitud de matrícula.
 

Avancé por encima del portón, oyendo más gemidos de dolor. Debajo de éste asomaba el asfixiado rostro del vigilante.

Me suplicó clemencia con su mirada. No se la dí: aplasté su rostro bajo mi pié, hasta reducirlo a una pegajosa y cartilaginosa pulpa de sangre.

Me dirigí a la entrada principal de la escuela, no sin antes arrancar uno de los postes e improvisarme una lanza corta. No era un arma de guerra, pero en mis manos cumpliría el mismo propósito con misma perfección.

Tras agenciarme un arma, entré por la puerta principal de la escuela, para tener un encontronazo con lo que parecía ser dos conserjes armados con espadones.

-¡Ya verás como te pille cabrón, que me vas a tener limpiando la faena del patio que me has montao!- chilló uno de los dos conserjes.

Pero no me detuve, y con la ferocidad de un lancero macedonio  atravesé el estómago antes de que dijera algo más. El conserje calló al suelo retorciéndose en agonía, intentando cubrirse la visceral herida, lo cual llamó la atención de su compañero que, asustado, no pudo prever el segundo golpe de mi lanza, el cual le perforó el cráneo como si de una lobotomía hecha a grosso modo se tratase.

Tras abatir a los conserjes, extraje la lanza, la limpié de los restos de sesos que tenía pegados y marché hacia las escaleras más cercanas.

Caminé en dirección a la segunda planta, con mi lanza que, a pesar de haberla limpiado lo mejor posible, no paraba de dejar un moteado de sangre por donde caminaba, como si de pétalos de amapolas fuese.


Subiendo las escaleras,  me encontré de sopetón con una bulbosa mujer. Me miró a traves de kilos  y kilos de maquillaje, abrió sus protuberantes labios para dejar un chillido profundo en el aire. Acto seguido, empezó a correr hacia arriba por las escaleras.

A pesar de su voluminoso  cuerpo, este no le impidió huir con lentitud: corrió de manera apurada, maldición se me escapaba.

Entonces levanté la lanza, la preparé para lanzarla, y la impulsé hacia mi víctima. Mi tiro no tenía nada que envidiar al de un lanzador de jabalina, pues dí en el blanco con tal fuerza que empalé a la oriunda mujer como si de un pincho moruno fuese.

Extraje mi lanza, la cual se habia adherido fuertemente a los órganos de mi presa como si fuese el aguijón de una abeja (solo que en vez de ser el picador quien pierde los intestinos, fue el picado, pues la arranqué las vísceras).

No perdí más tiempo, atravesé aulas, pasillos, todos extrañamente vacíos. Solo sé que en lo más alto se encontraba el Director, el cual me sellaría la matrícula.

Entonces llegué al último piso, el cual era un balcón situado a la entrada del despacho del Director. En él, sin embargo encontré una congregación variopinta: todos vestían cota de malla con tela verde, estaban armados con manguales, luceros del alba, espadas, hachas y martillos.

Era un extraño batallón

Llovía y tronaba, lo cual añadía aún más dramatismo a la escena.

Uno de los individuos alzó la voz:

-Somos los Maestros sindicalistas, guardianes de esta escuela. Has roto nuestro reposo con tu belicosidad, no vamos a tolerarte tu acceso a la Escuela Oficial de Idiomas.

-¡Solo sois unos sucios pseudobolcheviques oportunistas!- les insulté con violencia- ¡Yo solo quería ingresar la jodida matrícula!

La lluvia se deslizaba por mi cara, pero no  llegaba a tocar suelo, mi ardiente rostro evaporaba cualquier gota como acero recién salido de la forja en cuba de agua.

Los Maestros se me echaron encima como una horda mongola, pero yo dispuse mi lanza en horizontal, haciéndola girar a tal velocidad como las aspas de un helicóptero.

Los Maestros, aterrados antes el mortífero molino que me había convertido, intentaron corregir su poco uniformada maniobra, pero me eché encima de ellos como una máquina de picar carne.

Y en efecto, como si de la radial de un carnicero fuese, trituré a todos los maestros hasta reducirlos en una masa informe de sangre, tela, anillas de metal, músculos  rebanados y torsos eviscerados.

Era una imágen morbosa, olía a carne fresca y supurosa, habría sido la mayor de las fantasías de cualquier antropófago hallarse ante semejante festín de cuerpos mutilados.

Pero no me entretuve, pasando el balcón, que junto a lluvia y la sangre se veía como un pantano de carroña (por no decir una imágen exacta del séptimo círculo del Infierno de Dante) me dirigí al despacho del Director.

Ahí estaba el Director, escondido tras su mesa, sollozando.

Me acerqué a él, le agarré por las piernas. No opuso resistencia, siguió sollozando mientras le arrastraba al balcón, no sin antes coger un bolígrafo que hallé en su mesa.

Tras salir fuera, el Director palideció tras ver a todos sus subordinados hechos picadillo. Lo tendí al borde del balcón.

Cogí la lanza, y se la clavé en el hombro izquierdo del Director. Apreté la lanza, el Director soltó unas maldiciones

-Bien, voy a entregarle un papel, y usted lo va a firmar si no quiere quedarse manco.-le dije amenazadoramente.

Le tendí el bolígrafo de sellos y la matrícula de solicitud junto con su respectivo duplicado para resguardar. El Director firmó mi matrícula a modo de sello.

Por fín conseguí lo que querías. Sostuve de forma triunfal la matrícula, empapada de lluvia y sangre, como si de la carta de capitulación de un rey derrotado fuese.

-Bien Director- dije socarronamente- espero que podamos vernos para la próximo semana, cuídese.

Y marché.

Marché en dirección a las escaleras, directo a la salida.

Descendí en silencio, contemplando como si de una extraña película rebobinada fuese los estrasgos que causé para llegar al Director.


Cuando salí de la escuela, dirigí una última mirada al balcón.

Distinguí la ya agonizante figura del Director, empalado por el poste que usé como lanza .

Entonces un fulgor cayó del cielo: un rayo impactó en la lanza, abrasando al Director.

-Vaya, al final no va a quedar nadie para el nuevo curso. Espero que los sustitutos que lleguen sean más espabilados- dije a carcajada suelta antes de marcharme.

Me sentí eufórico, como si de un jefe vikingo fuese tras volver de saquear una iglesia.

Sólo faltaba un opíparo banquete y este habría sido un día glorioso.


No tengo nada en contra de todos los funcionarios públicos,, hay uno o dos que son buena gente





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